jueves, 6 de abril de 2006

Barranco de Masca (Tenerife)

Hasta hace muy poco tiempo Masca fue una aldea perdida e incomunicada en el corazón de los impresionantes Acantilados de los Gigantes, al sur de la isla de Tenerife. Sus únicas vías de comunicación con Santiago del Teide o Buenavista eran las largas y empinadas veredas que discurrían por sinuosas laderas e impresionantes barrancos. La otra alternativa era bajar por un sendero rodeado de interminables farallones hasta la paradisíaca playa de Masca y coger una embarcación para llegar al pueblo de Los Gigantes. Hoy se puede llegar a Masca en coche, pero el descenso por el impresionante barranco hasta el mar sigue siendo todo un paraíso para naturalistas y aventureros.

He venido a Tenerife con mi mochila a pasar cuatro días retirado del mundanal ruido. Los trabajos para el acondicionamiento del local de mi próximo supermercado en Posada de Valdeón han comenzado, pero después de varios meses de incertidubre, estudio y planificación de mis alternativas para ganarme la vida en el Valle, necesito un pequeño respiro, unas pequeñas vacaciones en un paraíso que me traerá muchos recuerdos: La isla de Tenerife.

He venido con la intención de recorrer los parajes más salvajes de la isla, pero me he encontrado con bastantes problemas: Para empezar está prohibida la acampada libre por toda la isla, el tiempo está desapacible, los vientos alíseos soplan con toda su energía, hay mucho oleaje, el agua está fría y el nivel del mar está tan elevado que ha cubierto las paradisíacas playas de la punta de Anaga, a donde me dirijía para pasar la primera noche. Pero eso no es todo, me he encontrado la isla totalmente masificada por el turismo, mucho más que hace 9 años, la última vez que la visité.

El primer día, el 2 de abril de 2006, alquilé en el aeropuerto un coche para circular por la isla durante los cuatro días de mi estancia. La primera visita consistía en recorrer la punta de Anaga y acampar en algunas de sus playas, pero en cuanto llegué a Benijo al atardecer pude comprobar que el nivel del mar por esta época del año está tan elevado que cubre todas las playas, imposible acampar. Caminé por la pista de El Draguillo buscando una zona lo bastante alejada como para que nadie pudiera divisar mi campamento, pero nada, todo era roca escarpada hacia los acantilados. Finalmente, en uno de esos resaltes, pude montar la tienda.

Al día siguiente me dirijí al Teide con la intención de buscar una mínima posibilidad para ascenderlo, pero soplaba tantísimo viento que no pude pasar más allá de la Montaña Blanca. El viento era tan fuerte que tuve que refugiarme a comer bajo uno de los famosos "Huevos del Teide".

Busqué otras rutas, zonas de acampada, travesías, algo que me motivara de verdad, pero las posibilidades de hacer algo realmente interesante eran muy escasas. Bajé a Puerto de la Cruz para pasar la segunda noche en un hotel mientras planificaba la ruta del día siguiente. El paseo por el muelle de Puerto de la Cruz me trajo buenos recuerdos de la anterior vez que estuve allí con Marta, en septiembre de 1997, que por aquel entonces era mi novia y la invité a unos días de vacaciones en Tenerife, viaje que pude pagar con el dinero que gané durante mi primera temporada como Socorrista.

Al día siguiente me dirijí a Santiago del Teide para buscar y conocer la aldea de Masca, y lo que me encontré fue un precioso caserío rural en medio de los barrancos que caen hacia Los Gigantes. Durante mi paseo por la aldea pude comprar algo de fruta y aproveché para preguntar a las gentes del lugar la posibilidad de acampar en la playa; todos me dijeron lo mismo, que estaba prohibido, es más, me advirtieron que por las noches la playa estaba vigilada por lanchas motoras de la Guardia Costera. No hice caso, estaba decidido a correr el riesgo, ya buscaría la forma de esconderme, pero he venido hasta aquí en busca de aventura.

Después de comer y a pleno sol preparé el equipo y comencé el vertiginoso descenso por el Barranco de Masca. El sendero, de unos 5 km., discurre por un auténtico laberinto natural que intenta seguir el cauce del barranco rodeado por unos murallones de más de 500 metros. La vegetación es tan exuberante que de vez en cuando aprovecho para descansar en la sombra y comer los riquísimos nísperos que he ido recogiendo de los frutales que abundan por toda la zona.

Al principio me iba cruzando con los últimos excursionistas que habían bajado por la mañana, pero en cuanto me acerqué a lo más profundo del cañón dejé de cruzarme con gente.

En ese momento comencé a sentirme bien, totalmente satisfecho con lo que estaba buscando, una aventura de verdad. Estaba ansioso por llegar al mar y darme un baño en las aguas del Atlántico, a los pies de los Acantilados de los Gigantes, pero el paisaje era tan espectacular que disfrutaba a lo grande de cada uno de los rincones por los que pasaba. En una de estas cascadas pude refrescarme del calor.

El cañón se iba cerrando cada vez más y más, me impresionaba encontrarme allí abajo, en aquel lugar tan recóndito. Pero todavía no se veía el mar, el desnivel que tenía que descender desde la aldea de Masca era de 600 metros, y debían de faltarme unos 200 m.

En cuanto llegué a la zona más profunda comencé a escuchar el sonido del mar, pero ocurrió algo que me sobresaltó sobremanera: Debían ser las ocho de la tarde cuando un helicóptero se adentró en el cañón; el sonido de las hélices era ensordecedor. Rápidamente me escondí debajo de una gran roca. Supongo que se tratara de la Guardia Civil o de la Guardería del Parque Natural del Teno. No lo sé, el caso es que permanecí allí inmóvil durante un buen rato hasta que se marchó. Entonces empecé a pensar que quizás alguien de los que me crucé arriba hubiera podido advertir de mi presencia y podría encontrarme en la playa a la Guardia Civil esperándome...

Proseguí la marcha despacio, escuchando atentamente cualquier sonido que pudiera advertirme de la presencia de alguien ahí abajo. Pero de pronto, el barranco se abre al mar y llego a la playa justo a tiempo para darme un chapuzón mientras el sol se mete en el horizonte tras la isla de La Gomera. Rápidamente escondo la mochila y corro hacia el muelle para quitarme toda la ropa y lanzarme al agua.

Las aguas son muy profundas, no se ve fondo, pero su temperatura es muy agradable. Estoy en un auténtico paraíso, en una playa salvaje, solitaria e inaccesible en medio del Atlántico..., no recuerdo un baño en el mar tan agradable y placentero como éste en toda mi vida.

Salgo de las aguas para secarme y me pongo a buscar un lugar donde acampar. Para ello busco por el interior del barranco, no muy cerca de la playa, un rincón acogedor donde pasar la noche. La temperatura es tan agradable que decido no montar tienda, voy a vivaquear sobre la arena al lado de una gran roca. Pero en cuanto me dispongo a preparar la cena, escucho una lancha motora acercándose al muelle. Rápidamente me acerco para inspeccionar: Efectivamente, tal y como me habían advertido, una lancha motora de la Guardia Costera se acercó y enchufó sus potentes focos contra la playa.


No me vieron, pero entonces pensé que durante la noche podría tener más sobresaltos como este, supuse que la Guardia Costera estuviera vigilando la zona ante la posible llegada de pateras. Pero no fue precisamente esto lo que me despertó a las cuatro de la mañana. De repente, comenzaron a llegar en medio de la noche cientos de aves marinas que no pararon de revolotear y chillar sobre mi cabeza en toda la noche. Posteriormente descubrí que se trataba de las Pardelas Cenicientas, que se pasan el día pescando mar a dentro y regresan a descansar por la noche a los acantilados. Pero de descansar nada, menuda nochecita que me dieron.

Al día siguiente por la mañana temprano desmonté el campamento antes de que pudieran encontrarme, y comencé con la ascensión por el barranco hasta Masca. Hubiera podido coger una embarcación que se acercaría al muelle a media mañana, pero luego no encontraría la forma de regresar a Masca para recoger el coche.

Ese mismo día tuve tiempo para bañarme en las piscinas naturales de Puerto de Santiago, donde disfruté a lo grande del tremendo oleaje, y llegar al pueblo del Acantilado de Los Gigantes para embarcarme en un catamarán que me llevara a recorrer la costa en busca de calderones y delfines, pero las aguas estaban tan bravas que no pudimos ver nada interesante. Esa última noche la pasé en un hotel de mala muerte en El Fraile, cerca de Los Cristianos. Al día siguiente por la mañana visité la Playa del Médano, y por la tarde me dí una vuelta por Santa Cruz. Antes del anochecer cogí el avión de regreso.

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